LA VIDA ECONÓMICA.
a) El hombre, pobreza y riqueza.
323. En el
Antiguo Testamento se encuentra una doble postura frente a los bienes económicos
y la riqueza. Por un lado, de aprecio a la disponibilidad de bienes materiales considerados
necesarios para la vida: en ocasiones, la abundancia —pero no la riqueza o el lujo— es vista
como una bendición de Dios.
En la literatura sapiencial, la
pobreza se describe como una consecuencia negativa del ocio y de la falta de
laboriosidad, pero también como un hecho natural. Por otro lado, los bienes económicos y la riqueza no son condenados en
sí mismos, sino por su mal uso.
324. Quien
reconoce su pobreza ante Dios, en cualquier situación que viva, es objeto de
una atención particular por parte de Dios: cuando el pobre busca, el Señor
responde; cuando grita, Él lo escucha. A los pobres se dirigen las promesas
divinas: ellos serán los herederos de la alianza entre Dios y su pueblo.
La
pobreza, cuando es aceptada o buscada con espíritu religioso, predispone al reconocimiento
y a la aceptación del orden creatural; en esta perspectiva, el « rico » es aquel que pone su
confianza en las cosas que posee más que en Dios, el hombre que se hace fuerte
mediante las obras de sus manos y que confía sólo en esta fuerza.
325. Jesús
asume toda la tradición del Antiguo Testamento, también sobre los bienes económicos,
sobre la riqueza y la pobreza, confiriéndole una definitiva claridad y plenitud. Él, infundiendo su Espíritu y
cambiando los corazones, instaura el « Reino de Dios », que hace posible una nueva
convivencia en la justicia, en la fraternidad, en la solidaridad y en el
compartir.
326. A la luz
de la Revelación, la actividad económica ha de considerarse y ejercerse como una
respuesta agradecida a la vocación que Dios reserva a cada hombre. Éste ha sido colocado en el jardín
para cultivarlo y custodiarlo, usándolo según unos límites bien precisos, con el
compromiso de perfeccionarlo. Al hacerse testigo de la grandeza y de la bondad
del Creador, el hombre camina hacia la plenitud de la libertad a la que Dios lo
llama.
La
actividad económica y el progreso material deben ponerse al servicio del hombre
y de la sociedad:
dedicándose a ellos con la fe, la esperanza y la caridad de los discípulos de
Cristo, la economía y el progreso pueden transformarse en lugares de salvación
y de santificación.
327. La fe en
Jesucristo permite una comprensión correcta del desarrollo social, en el contexto
de un humanismo integral y solidario. Para ello resulta muy útil la contribución de la reflexión
teológica ofrecida por el Magisterio social: « La fe en Cristo redentor, mientras ilumina interiormente la
naturaleza del desarrollo, guía también en la tarea de colaboración.
En la carta de san Pablo a los
Colosenses leemos que Cristo es “el primogénito de toda la creación” y que
“todo fue creado por él y para él” En este plan divino, que comienza desde la
eternidad en Cristo, “Imagen” perfecta del Padre, y culmina en él, “Primogénito
de entre los muertos”, se inserta
nuestra historia, marcada por nuestro esfuerzo personal y colectivo por
elevar la condición humana.
b) La riqueza existe para ser compartida.
328. Los
bienes, aun cuando son poseídos legítimamente, conservan siempre un destino universal.
Toda forma de acumulación indebida es inmoral, porque se halla en abierta contradicción
con el destino universal que Dios creador asignó a todos los bienes. La salvación cristiana es una
liberación integral del hombre, liberación de la necesidad, pero también de la
posesión misma: Los Padres de la Iglesia insisten en la necesidad de la
conversión y de la transformación de las conciencias de los creyentes, más que
en la exigencia de cambiar las estructuras sociales y políticas de su tiempo,
instando a quien desarrolla una actividad económica y posee bienes a
considerarse administrador de cuanto Dios le ha confiado.
329. Las
riquezas realizan su función de servicio al hombre cuando son destinadas a producir
beneficios para los demás y para la sociedad: « ¿Cómo podríamos hacer el bien al
prójimo —se pregunta Clemente de Alejandría— si nadie poseyese nada? ». En la visión
de San Juan Crisóstomo, las riquezas pertenecen a algunos para que estos puedan
ganar méritos compartiéndolas con los demás.
Las riquezas son un bien que viene de
Dios: quien lo posee lo debe usar y hacer circular, de manera que también los
necesitados puedan gozar de él; el mal se encuentra en el apego desordenado a
las riquezas, en el deseo de acapararlas. San Basilio el Grande invita a los
ricos a abrir las puertas de sus almacenes y exclama: « Un gran río se vierte,
en mil canales, sobre el terreno fértil: así, por mil caminos, tú haces llegar
la riqueza a las casas de los pobres.
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